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La gambeta

Escrito por el 14 agosto, 2018


La columna semanal de «Economía en Cartón: detrás del humo del choripan» con Leo Fusero para El Bondi de la 88.
A nadie en su sano juicio se le ocurriría bautizar una escuela con el nombre Teniente General Jorge Rafael Videla. La razón para no hacerlo es que no sería socialmente aceptado. Videla fue un genocida, y no puede llevar su nombre una institución pública. Pero a nadie en su sano juicio se le ocurriría retirar el nombre de General Mitre de las miles de escuelas, bibliotecas, edificios, avenidas, calles y plazas con que la república celebra a su prócer. Solo el genocidio de la Guerra del Paraguay implicó más de 50.000 muertos, que sumadas a la guerra de policía contra las montoneras y la lucha contra el indio ponen el fundador del diario La Nación a varias cabezas de distancia en la carrera por quién fue el más sanguinario. ¿Porqué se celebra a un genocida y de defenestra al otro?
Las coincidencias entre ambos son mayores. Junto a la última dictadura militar del ’76, los gobiernos de Mitre y de Sarmiento han sido los que en proporción más han aumentado la deuda externa. La violencia tenía un trasfondo económico. En Mitre, la instalación de un modelo económico agroexportador, que ubicaba a la Argentina en una posición de dependencia frente a Gran Bretaña. En Videla, el cambio del modelo de acumulación de la economía argentina,  pasando de un modelo de producción industrial a uno de valorización financiera, con eje en el rol agroexportador instaurado por Mitre.
Ambos tenían ideas fuerzas que justificaban sus violencias. En Mitre y Sarmiento, la lucha por la Civilización contra la Barbarie, aunque sus gobiernos hayan sido absolutamente autoritarios y represivos, a un nivel superior al de Rosas, en quién identificaban la Tiranía producto de la “barbarie”. En Videla, la lucha contra el comunismo “apátrida”, aunque el mercado más importante de su modelo agroexportador fuera la Unión Soviética. Sin detenerse en la contradicción, ambos gobiernos montaron a partir de su idea fuerza la justificación para cometer atrocidades mucho mayores de las que decían combatir. 
En 2015, la reinstalación de un modelo agroexportador de retenciones cero y un nuevo ciclo de endeudamiento feroz y alarmante debió conseguir su idea fuerza. Muertos los montoneros del siglo XIX y XX, el slogan justificatorio de las atrocidades es la “lucha contra la corrupción”. Corruptos históricos, cuyos apellidos resuenan en los casos más patéticos de asalto al tesoro nacional, son transformados en paladines de la supuesta lucha más importante que tiene el pueblo argentino, la lucha por la transparencia pública. Como sus antepasados liberales, sin mediar en la contradicción, micrófono en mano y amplificado por los medios, personajes de la patria contratista discurren sobre su nuevo rol, donde vienen a “depurar” al ambiente político de chorros. Instalado como tema central, y magníficamente definido por Martín Caparrós, el “honestismo” es la convicción de que  todos los males de la Argentina actual son producto de la corrupción en general y de la corrupción de los políticos en particular. Difundida por los medios, la corrupción es lo más fácil de ver, lo que cualquiera puede condenar sin pensar demasiado. Lo que importa de un gobierno es la honestidad. Slogans del estilo “la corrupción mata” ahogan la discusión de que más mata la falta de hospitales, la malnutrición o la violencia. Discutir lo segundo implica libros y horas de estudio, por lo que muchos políticos y ciudadanos se ahorran el trabajo y evitan discutirlo, centrando el debate político en la corrupción, que es más fácil y es decir casi nada. El honestismo es una forma de no pensar, un modo parlanchín de callarse la boca. El analfabeto político gambetea la discusión y esconde su ignorancia detrás del “son todos chorros”. Discutir corrupción solo requiere leer a la pasada titulares de diarios hegemónicos científicamente escritos para centrar la idea en aquello que se quiere fustigar. Nadie condenó a Videla por enriquecimiento ilícito, y es bastante probable que no haya tocado un peso de los fondos públicos. Lo mismo puede decirse de Justo, Ortiz o Castillo, pero los tres fueron presidentes gracias al fraude de le década infame y entregaron el país al capital británico de forma descarada. Un gobierno que fuese manejado por robots insobornables no resolvería la desgracia de que la mitad de nuestros chicos sean pobres, que el ingreso se concentre en los más ricos o que las escuelas públicas sean lugares mortales para sus trabajadores. 
Que Videla fue un genocida lo dice hasta Clarín. Pero jamás manchará el sacro nombre de Mitre o Sarmiento. Por eso el primero es condenado y el segundo alabado. Para desasnar a aquellos que creen que estos procedimientos son nuevos o postmodernos, vale recordar el consejo que Roca le enviaba en carta al futuro presidente Juárez Celman, donde le indicaba hace 140 años que “no olvide ud. que estos pueblos se tiranizan por los diarios”. 


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